A sus 20 años, Ruth “Ruthie” Mendez aún vivía en casa con sus padres y un hermano en la ciudad de Nueva York. “Benny” Pérez, oriundo de Puerto Rico, le echaba el ojo y se convirtió en su primer novio cuando iban a la iglesia Roca de Salvación. Su noviazgo duró un año. La misma semana en la que Ruthie cumplió 22 años, se casaron. Benny tenía 23. Se mudaron al 594 de la Avenida Unión en el Bronx. Un año después, nació Rubén. Yo llegué dos años después.
En 1962, migramos al sur para estar con mis abuelos maternos, quienes se habían establecido en Miami. Papi comenzó a trabajar en Grand Way, una gran cadena de supermercados en la esquina de la calle 54 noroeste y la avenida 12. Él pagaba las cuentas y mamá se quedaba en casa. Se suponía que fuésemos una familia feliz, pero no recuerdo que hayamos vivido juntos bajo el mismo techo, y mucho menos que fuéramos “felices”. Recuerdo que papá se fue. No podía entender por qué no me llevó a mí también, y me preguntaba si quería más a mi hermano que a mí. ¿Cómo pude haber sabido que el juez lo había ordenado así?
Luego de que el matrimonio de mis padres se disolvió, un vecino se aprovechó de ese momento. James “Jimmy” Molloy tenía un peinado elegante, con el pelo echado hacia atrás, ojos azules profundos y constitución laguirucha. Bajo la apariencia de una amistad, colmó a mi ingenua mamá de 28 años con atenciones y consiguió deslizarse dentro de su corazón. Muy lejos de ser fiable o un buen proveedor, era más bien un labioso a quien le gustaba “pasar el rato” y “darse el trago”, había dicho mi mamá.
Jimmy planificó toda la trama del secuestro. Mamá, por temor a los policías, llamó a mi papi poco tiempo después para dejarle saber lo que había pasado. Aunque papi estaba molesto con mamá, ninguno quería que las autoridades se involucraran. Dicho eso, devolvieron a Rubén.
Mirando al pasado, yo me había alegrado cuando mamá y Jimmy vinieron para llevarnos de ese centro de cuido diurno tan estricto, donde me sentía abandonada, aunque estaba rodeada de niños. Los niños no me hablaban, y las mujeres que trabajaban allí tenían caras largas, voces irritantes y manos toscas. Yo aprendería sobre la soledad incluso cuando estaba rodeada de otras personas.
Luego de que Jimmy se mudó con nosotras, Mamá se puso su apellido, aunque nunca se casaron. Como una araña astuta que teje una telaraña para atrapar a su presa, mi “padrastro” sedujo a mi mamá hacia un mundo que ella no sabía que existía. Ella nunca había pisado una barra, pero poco después, Rainbow y Bamboo se convirtieron en lugares de mal a muerte.
Mamá dijo que su primer sorbo de vino fue tan dulce que se lo bebió demasiado rápido. Pronto vi cómo mamá tragaba grandes cantidades de cerveza y vino, fumándose los Pall Malls de Jimmy. Le gustaba ir a bailar a lo gogó mientras sonaba Pretty Woman en la vellonera. Bailaba con un trago en la mano mientras mecía y meneaba sus caderas al ritmo de la música.
Bebían tragos de golpe y luego se burlaban uno del otro llamándose “limbo chiflado”. Siendo doce años mayor que ella, mi padrastro jugaba con mi mamá como lo haría un gato perezoso con un ratón indefenso. Cuando mamá se dio cuenta de la dependencia de alcohol que tenía Jimmy, ya era tarde. La observé desarrollar una sed insaciable por el mismo veneno. Una vez se le abría el apetito, la llama se prendía fuera de control.
Mamá comenzó a dejarme sola en casa diciendo que yo era madura para mi edad. Antes de salir durante toda la noche, me repetía instrucciones específicas.
“Mary, no le abras la puerta a nadie”, me advertía mamá. “No le dejes saber a nadie que estás sola en casa”.
No tenía que preocuparse. Si alguien hubiese tocado a la puerta, yo no hubiese emitido ningún sonido. Sola en mi propio mundo, a veces pretendía ser Shirley Temple. Llamaba la atención por su sonrisa de hoyuelos y sus mechones rizos y rubios. Imaginaba que, si hacía pucheros como ella y sonreía como ella, sería bonita como ella. Pero en el espejo del baño, una niña de ojos marrones y rostro con pecas me miraba de vuelta con curiosidad. Tenía el pelo lacio y negro, y un vestido desgastado que caía holgadamente sobre sus piernas flacuchas. Se veía simple, torpe e insignificante. Ella era yo.
Yo no sabía que vivíamos por debajo de los niveles de pobreza. Sí conocía las punzadas de hambre en mi barriga. Recuerdo que una vez me escurrí fuera de la casa y le quité los embutidos a los gatos realengos para poder comer. Recuerdo que sobrevivíamos con los excedentes del gobierno: latas de mantequilla suave, queso en bloques, leche en polvo y mantequilla de maní cremosa. Cuando había, nada sabía mejor que utarle mayonesa a una rebanada de pan.
La comida escaseaba. Incluso después de que papi comenzó a enviarle dinero a mamá, yo veía poca comida sobre la mesa. El aire estaba saturado con el tufo de las botellas de licor y las latas de cerveza vacías. Las riñas constantes entre mamá y Jimmy acentuaban la tensión en nuestra caja de fósforos infestada de roedores y cucarachas. Veía a esas sabandijas rastreras en las paredes, las mesas y los platos sucios en el mostrador. Los escuchaba rasguñando detrás de las paredes o corriendo por el suelo de linóleo. Hasta podía olerlos. Aquellas alimañas eran nuestros huéspedes incansables e inoportunos.
Una mañana bien temprano, me paré en mi cama demasiado asustada como para moverme, y lloraba: “¡Mamá! ¡Mamá!” Un animal marrón y horroroso me miraba desde el suelo con su cola puntiaguda doblada hacia arriba y unas garras que estaban listas para hincar a alguien.
Mamá llegó corriendo, con la mirada horrorizada, y Jimmy llegó justo después. Mamá pegó un alarido: “¿Qué es eso?”.
“¿Ves esa cola?”, señaló Jimmy. “No dejes que te toque”.
“¡Llévatelo lejos de mí!”, chillé, pisoteando sobre la cama. Mi cama —un catre pegado a la pared— me hacía sentir atrapada. Imaginé que casi pisaba al monstruo y su cola apuñalaba mi pie. Yo quería alejarme, pero no podía. “Haz algoooo”, supliqué.
Jimmy desapareció por un segundo y volvió con una pequeña botella en la mano. “Esto debería funcionar”, dijo, vertiendo blanqueador sobre el animal y salpicando el linóleo.
Los gases me quemaron los ojos y me hicieron toser.
Satisfecho con los resultados, Jimmy me levantó de la cama. “Eso es un escorpión, pero está kaput. Ya no puede hacerte daño”.
Aliviada, abracé el cuello de mi padrastro. En ese momento, pensé que era valiente y listo. Pero como hacía muchos actos de desaparición cada vez que conseguía dinero, mamá no confiaba en él y luego lo llamaba “perdedor” y el “más grande estafador de todos los tiempos”.
“¿Tú ves? Si no lo velo, se marcha con alguna puta”, se quejaba a menudo.
“¿Qué es una puta?”, le pregunté una vez.
“No digas eso”, me advirtió mamá y añadió: “Significa que ella es mala, una cualquiera”.
Quizás no sabía el significado, pero sabía que no era algo bueno.
Me daba cuenta de que, luego de un trago o dos, Jimmy decía que necesitaba ir a la tienda, pero luego no regresaba. Una noche, mamá quería que yo fuera con ella para cazar “al vagabundo”. Luego de caminar mucho, lo encontramos en el cuchitril bebiendo cerveza sentado junto a una amiga. Yo había visto a esta amiga antes, solo que mamá la llamaba una puta. Se ponía demasiado perfume y maquillaje, y llevaba su pelo rubio desteñido peinado hacia atrás, amarrado en un moño alto. Estaba sentada, sus brazos envolvían a Jimmy, de sus muñecas colgaban brazaletes relucientes y en sus dedos llevaba sortijas brillantes.
Mientras caminábamos fatigosamente hacia la barra, yo sabía que mamá había bebido bastante y andaba con uno de sus intrépidos humores puertorriqueños. Me instruyó sobre lo que debía decir.
¿Qué está haciendo usted con mi padrastro?”, le exigí a la puta malvada.
Ella se giró hacia mí, pero antes de que salieran las palabras de su boca, mamá la empujó del taburete donde estaba sentada. Cuando se levantó, mamá y ella se dieron empujones, jalones y se gritaron palabras horribles —palabras que jamás me permitían decir—. Jimmy se interpuso entre ellas. Poco después, él y esa puta se fueron. Poco Los que estaban cerca y presenciaron la pelea de mujeres le dijeron a mamá que no se preocupara por la rubia tarada. Pero yo pensé que habían dicho rubia “mareada”. Resplandecía de orgullo sabiendo que mamá le había hecho eso.
* * * * *
Un día después de mi cuarto cumpleaños, un hombre llamado Martin Luther King, Jr. dirigió a un cuarto de millón de personas en una marcha. Mientras lo miraba en la televisión, le pregunté a mi mamá sobre él y me dijo que era alguien famoso. Me gustaba su voz. Cuando pronunció su discurso “Tengo un sueño”, el tono de sus palabras hacía eco como un trueno distante. No tenía claro por qué algunos amaban el sueño del señor King y otros no.
Mamá dijo que algunas personas tenían dos caras, y sin embargo ella misma actuaba como si fuera dos personas distintas.
Le encantaba comer. Detestaba cocinar. Le encantaba actuar muy grosera y, sin embargo, daba alaridos con tan solo ver cucarachas. Le encantaban sus bebidas. Odiaba a los bebedores. Amaba a Jimmy. Lo odiaba. Según mamá, “Jimmy es un pobre mentiroso ansioso por tener compañía”. Ella nunca sabía qué esperar de él. Y odiaba eso también.
En una rara pero preciada noche de invierno, Jimmy llegó a casa inesperadamente con una sorpresa y tiró un saco marrón sobre mi falda. Me quedé perpleja por lo que podía contener, así que dudé en abrirlo. La bolsa se movió. Brinqué. Miré a mamá y ella asintió para que lo abriera. La bolsa se movió otra vez. Me moví poco a poco para mirar adentro. Entonces los ojos de una cachorrita negra me miraron de vuelta. Aguantando la respiración, la saqué de la bolsa. Su lengua larga y mojada lavó mi cara y me hizo reír. Me encantó y la llamé Blackie.
Me seguía a todas partes. Me acompañaba. Por las noches, dormía en mi cuello y me mantenía caliente. Una vez, mis padres me gritaron y ella gruñó. Me reí por dentro y la abracé. Yo sabía que ella me amaba también.
Mi alegría se convirtió en angustia el día que desapareció.
“Mamá, ¿has visto mi cachorrita?”
“No podemos quedarnos con ella”.
“¿Por qué, mamá? ¿Por qué no podemos?”
“Porque Blackie está llena de pulgas”.
“Le daré un baño”.
“No podemos alimentarla”.
“Puede comer mi comida”, sollocé.
“Ya basta, Mary”.
Pregunté otra vez: “¿Pero por qué, mamá?”
“Nada dura para siempre”, dijo sin dejar de leer su revista.
Yo me hubiese quedado con Blackie para siempre.
Mamá no me miraba. La odié y lloré durante semanas.
Pero hubo días mejores. Una vecina, una mujer robusta de brazos flácidos, vivía sola y le gustaban los niños. Cada vez que yo pasaba para visitarla, ella me ofrecía un obsequio. Una vez me dio un gran conejito de Pascua de chocolate y me preguntó qué quería para desayunar.
“¡Tostadas francesas!”, dije cantando y brincando de arriba a abajo. La vecina se puso un delantal y me echó de su cocina empujándome con los brazos que se le meneaban.
Me senté en una silla del comedor columpiando las piernas. Me puse de pie para estirarme. Caminé por allí, toqué un arreglo de flores con mi mano y casi vuelco el jarrón. Mis ojos descubrieron un plato de dulces que había en el centro…
“No toques nada”, me dijo la vecina desde la cocina.
“No lo estoy haciendo”, le respondí, y devolví la gomita dulce que había lamido.
Un reloj en forma de gato negro colgaba de la pared. Yo seguía los ojazos que se movían y la cola larga que se columpiaba de acá para allá, de acá para allá, tic-toc, tic-toc. Recorrí con la mirada los polvorientos marcos de fotos que llenaban los tablilleros y las repisas de las ventanas, y me preguntaba si alguna de las fotos era de cuando ella era niña. Yo quería hojear los diferentes álbumes de fotos desgastados y las revistas Life amontonadas en los libreros y en el suelo. Pero no me atreví.
El aroma que salía de la cocina hizo sonar mis tripas. Escuché unos pasos y corrí a sentarme de nuevo. La vecina puso un plato frente a mí repleto de unas doradas tostadas francesas. Derramó sirope de maple caliente sobre las mullidas rebanadas de pan dulce. Sabía que jamás había olido ni probado algo tan delicioso. Mi único arrepentimiento: comer demasiado rápido y llenarme demasiado pronto. Entonces vi, horrorizada, cómo ella recogía mi plato y tiraba el resto a la basura, porque yo me había comido la mitad de una rebanada y había tratado de esconderla en la parte de abajo de la pila de tostadas. Hubiese llevado el resto a casa para compartirlo con mamá y comer más tarde.
A los cuatro años, ya se despertaba en mí un instinto agudo de mamá gallina, especialmente hacia mi hermano, un tímido niño de seis años. En una de sus visitas esporádicas, jugábamos descalzos en el camino de tierra que estaba cerca. Un bravucón del vecindario —de piernas, cuello y brazos gruesos— vivía en la misma área. Comenzó a burlarse de Rubén, llamándolo por sobrenombres como “gallina” y “pantalones de marica”. Luego le lanzó una lata de soda que le cortó la parte de arriba de la frente. La sangre se derramó por la cara de Rubén y comenzó a llorar.
Me puse furiosa; le tiré piedras al miserable. “¡Vete! ¡Largo, cabeza de estiércol!”, le grité al torturador de Rubén. “¡Deja a mi hermano quieto o voy a hacer que te tragues tu cabeza!”. Imité una de las amenazas de mi mamá usando la voz más fuerte que pude hasta que se fue.
Desde la ventana, mamá vio toda la escena pero no intentó detener al bravucón. Menospreció a Rubén por ser un cobarde pese a que ella misma se atemorizaba, sobre todo cuando Jimmy estaba ausente toda la noche.
Desde mi catre, temprano una mañana, miré boquiabierta la cama de mamá y me froté los ojos, pues no estaba segura de la escena que veía frente a mí. Mi corazón palpitaba agitado. Alguien estaba en la cama con mamá y no era Jimmy, porque yo sabía que Jimmy estaba en la cárcel. El rostro sin afeitar del extraño se viró hacia un lado; tenía los labios separados. Uno de sus brazos descansaba sobre su pecho, el otro estaba extendido hacia mamá. Unas piernas peludas salían por debajo de la sábana.
Mamá estaba sentada como una piedra. Cuando su mirada se encontró con la mía, vi destellos de miedo nadando en sus ojos. Levantó un dedo tembloroso y lo puso sobre sus labios, haciéndome un gesto para que me quedara quieta. No me atreví a parpadear. Finalmente, el extraño se movió y abrió los ojos. Giró su cabeza y miró el cuarto aturdido por la borrachera.
Yo tenía los ojos muy abiertos, y no podía parar de mirarlo.
“Dile a tu niña que se dé la vuelta”. Su voz profunda me hizo saltar.
“Mary…”, la voz de mamá sonaba aterrorizada.
“Sí, mamá”. Me di la vuelta y miré la pared. Lo escuché ponerse los pantalones y el tintineo de su cinturón. Cuando la puerta de tela metálica cerró de un portazo, corrí hacia mamá, quien daba un vistazo por la ventana.
“¡Mamá! ¿Quién es ese hombre? ¿Qué quería? ¿Por qué estaba aquí? ¿Te hizo daño?”
“Haz silencio, Mary”. Se quedó mirando la puerta. “Se acabó. Se fue”.
Mamá se sentó en la esquina de la cama, mordiéndose las uñas. Yo quería que me hablara. Comencé a hacerle preguntas, pero me mandó a callar y fue a ducharse. Fue entonces cuando vi la tela metálica rota. El intruso se había trepado por una de las ventanas laterales. Forzó a mamá y se aprovechó de ella mientras yo dormía cerca.
Mamá, temiendo por su vida, nunca gritó. Nunca reportó el incidente a la policía.
La salida de Jimmy de la cárcel, donde había estado por varios días por estar borracho en público, no mejoró nuestras vidas en nada. Los intentos de mamá para explicar la violación acababan en discusiones interminables. No estaba segura de lo que significaba “violación”, pero, cada vez que mamá lo decía, Jimmy la llamaba una “maldita mentirosa”.
Había muchas cosas que superaban mi capacidad para comprenderlas.
La semana antes de Acción de Gracias, en la casa de mis abuelos, disfruté de un ambiente apacible donde me sentía amada y cuidada. Mis abuelos me colmaban de atención. Esperaba este día festivo, especialmente el pavo relleno de abuela con toneladas de papas majadas, gravy y la salsa de cranberry.
En ese día en particular, descansaba en el suelo de la sala de mis abuelos mientras veía en la televisión a las multitudes que estaban de pie en silencio respetuoso mientras pasaba un cortejo fúnebre. El sonido de los cascos de los caballos hacía eco mientras halaban un carruaje que cargaba un féretro cubierto por la bandera de las barras y las estrellas. Sabía que el mundo había perdido a un hombre importante. Mientras analizaba los rostros apesadumbrados de mis abuelos y miraba de cerca sus ojos llorosos, mi corazón también se rompió.
Una mañana, mi abuelo, serio, miraba fijamente por la ventana, absorto en sus pensamientos. Con una voz triste, pero en tono alto, vociferó: “¡Era un graaaan hombre! ¡Era un graaaan hombre!” Más tarde me di cuenta de que abuelo se refería al presidente John F. Kennedy.
Un mes después, de vuelta en casa con mamá, mi primer recuerdo de una gran Navidad con ella se caracterizó por la imagen de unas cajas de regalo hermosamente envueltas alrededor de un árbol de Navidad de “Charlie Brown”. Mis ojos se ponían más y más grandes al ver tanto a la vez. Parecía una foto de un libro de un cuento de hadas. Comida, dulces y toneladas de postres deliciosos —más que en mi sueño más descabellado— forraban la mesa. Jamón glaseado, batatas, salsa de cranberry, pie de manzana, de cherry y dulces de bastón. Había incluso una casa de jengibre. Mamá me dijo que no fuera afrentada. Aun así, no podía controlar que mi boca se hiciera agua. Luego no pude decidir si comer o jugar primero.
Me encantaba mi nuevo tigre de peluche anaranjado y acogedor. Su rostro me calmaba. Sus bigotes suaves me hacían cosquillas. Me calmaba cargarlo a todas partes. Cuando le pregunté a mamá que de dónde había salido todo, me dijo con el ceño fruncido que abuela había llamado a una iglesia local para pedir ayuda.
¿Por qué mamá tenía que arruinarlo todo? ¿Acaso no quería que yo fuera feliz? ¿Acaso no podía decir que yo era buena y que Santa Clos había venido?
Mamá no estaba feliz. Estaba triste e iba a tener un bebé. La escuché decir cuán confundida estaba; no estaba segura de quién podía ser el padre. Después de que la gente de las ayudas sociales la presionaron, accedió a dar a su bebé en adopción. Yo tampoco estaba segura de qué significaba eso.
En mayo de 1964, en el hospital Miami Jackson Memorial, un niño llegó al mundo. Por un momento, mamá lo acunó en sus brazos. Luego se lo dio a la trabajadora social que se lo llevó. Lo habían llamado Steve.
Mamá regresó del hospital a casa con las manos vacías y el corazón roto.
* * * * *
El huracán Cleo azotó a Miami con vientos de 100 millas por hora a finales de agosto de 1964. Las ramas y los escombros volaron por el patio. La lluvia recia agitaba nuestra vieja puerta de madera y las ventanas de delgados paneles de vidrio.
Jimmy colocó un gavetero detrás de la puerta de enfrente de nuestro pequeño apartamento para evitar que se abriera y saliera volando. Mamá y yo nos resguardamos agachándonos en el baño oscuro, como animales arrinconados. Me senté en el suelo con las rodillas encogidas. Me tapé las orejas con mis manos, tratando de ahogar las ensordecedoras ráfagas de viento y los gritos de pánico de mi mamá.
Pero en el mismo instante en el que cerré los ojos, los pensamientos rodaban por mi mente: Dios mío, hoy es mi cumpleaños; tengo cinco años. Mamá dijo que ahora soy una ‘niña grande’.
Me preguntaba si mi hermano mayor Rubén estaba protegido de la tormenta. ¿Se habría asustado alguna vez, como yo? ¿Se habría sentido solo? ¿Invisible?
Entonces escuché que Rubén y papá estaban seguros, de vacaciones en Puerto Rico durante el huracán Cleo.
Qué suerte tuvo.
Tres meses después, mamá y yo esperábamos en fila en la clínica para una revisión. En el otro lado esperaba la misma mujer que se había encargado de la adopción. Cargaba un bebé en sus brazos. Vimos a Steve —de ojos color azul penetrante— el mismo color de los ojos de Jimmy.
“Mira, Mary”, susurró mamá. “Ahí está tu hermano bebé. Está tan grande ahora”.
Escuché tristeza y dolor en la voz de mamá.
La trabajadora social nos vio y se escabulló.
“Ve y tráelo”, dije, mirando hacia arriba, a mamá. “Quítaselo”.
“No, Mary”, dijo antes de pausar para firmar en la lista de la recepción, “no podemos”. La añoranza en su voz era tan elocuente. Yo quería buscar a aquella mujer que tenía a mi hermano bebé, pero mamá me agarró la muñeca para ir al vestíbulo de espera.
Momentos después, el altavoz retumbó: “¡Ruth Ann Méndez-Pérez-Molloy! ¡Por favor venga a la recepción!”
A menudo pensaba en Steve. ¿Dónde vivía? ¿Lo volveremos a ver? ¿Tendrá lo suficiente para comer? ¿Puede percibir que los extrañamos? ¿Está solo?
© M.A. Pérez, 2017, All Rights Reserved

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